Esta instalación está compuesta de tres partes o momentos. Una ventana, un péndulo y una proyección de video. Todos estos elementos y sus procesos provienen de mi particular fascinación por la “ciencia pre-científica”. Es decir, por aquel largo período de la historia de Occidente cuando los márgenes de separación entre lo especulativo y lo corroborable eran harto difusos.
Precisamente mi práctica artística –y más claramente mi obra San Agustín– parte del territorio de especulación pre-científico donde las posibilidades menos ortodoxas tienen cabida. En ese contexto, el vidrio contiene entre sus componentes las cenizas de pájaros cremados.
En sus “Confesiones”, San Agustín desarrolló una importante serie de ideas sobre tiempo y espacio. Más puntualmente, manifestó que aunque Dios es eterno, el tiempo no existía antes de la creación del universo; para él, el tiempo transcurre dentro de la inmutabilidad divina que incluso le precede. Precisamente, el péndulo inmóvil propone la posibilidad de visitar un hipotético instante de quietud absoluta, dentro de un planeta detenido.
El tercer elemento, el video en la repisa, documenta uno de los experimentos que he realizado en bosques y lugares apartados sin un plan preciso. En aquel pequeño caos, en aquella trivialidad, cierto día me encontré con esta posibilidad de borrar (ilusoriamente por supuesto) la noción de arriba y abajo, de inventar esta suerte de tercer espacio donde lo que debería estar húmedo está seco y viceversa. Sin darme cuenta, allí empecé alguno de los experimentos alquímicos que hoy ocupan mis días.